Sobre "Tintín divertimento de escritores"
Esa celebración del 70 aniversario del rey de Bélgica, que tan negativamente me llamó la atención en la primera lectura de la contraportada de este libro y que junto a los 75 años de la creación de las aventuras de Tintín inspira estas páginas, no es más que una minucia que apenas se hace notar en las tramas argumentales de las piezas aquí reunidas. Lo verdaderamente triste es el bajo nivel de la creación literaria de los textos en cuestión. Salvo una o dos excepciones, los personajes de Hergé, casi siempre trasladados a la Bruselas actual, no merecen por parte de los autores un verdadero afán creativo. Muy por el contrario, los protagonistas de las aventuras de Tintín -en la mayoría de las casos- son transportados, según sus características, al aquí y al ahora sin más miramientos.
Los desaparecidos de itinerario real, la pieza que abre el volumen es harto representativa de su baja calidad. Los esfumados en cuestión no son otros que Carreidas, el rey Ottokar, el profesor Tornasol y demás habituales de las entrañables páginas de Hergé, invitados a una recepción del rey con motivo de su 70 aniversario. Se sospecha de Rastapópulos, "que el día anterior se había evadido de Saint-Gilles", escribe Jean-Claude Bologne, el desatinado autor. Al hacerlo pasa por alto que en Vuelo 714 para Sydney, Rastapópulos -junto a Allan y el resto de sus secuaces- son secuestrados por los extraterrestres y llevados fuera del planeta.
Creo entender que las desapariciones se han debido a que los personajes han cambiado su sangre de tinta por la sangre real. El capitán y Tintín son las únicas excepciones; el Yeti, el más esperado. No en vano, la llegada del Abominable hombre de las nieves será la prueba de su existencia, desde siempre uno de los grandes misterios del Tíbet. Pero cuando la carroza que lleva al Yeti a palacio se abre, ést resulta estar vacía.
Es entonces cuando Sherlock Holmes entra en acción mediante su más célebre afirmación, un "Elemental, querido Watson", a la que se supone que le responde uno de los Hernández[1] con su igualmente clásico: "Yo aún diría más", que en esta ocasión va seguido de un "elemental, querido Holmes". Las sospechas recaen sobre Tarkey, el sherpa.
A continuación se nos habla de ciertas galerías subterráneas, que unen entre sí todos los libros y discurren en paralelo a la memoria colectiva. Holmes, tras más de "un siglo de peregrinaciones interlibrescas" -en el que ha tenido tiempo para mantener un romance con la prima Bette, con la que se cruza en casa de la duquesa de Guermantes, y ha sido retado a un duelo por Cyrano a consecuencia de un juego de palabras- es todo un experto en moverse por ellas. De ahí que sea él quien conduce la narración.
Finalmente, en un intercambio de palabras entre Holmes y Tarkey se nos explica el asunto: los héroes de cómic -que hasta la fecha habían oscilado entre la pureza al medio de Tarkey y el mercantilismo de Mickey Mouse, quien ha inspirado un mayor merchandising- han decidido convertirse en personajes de carne y hueso con motivo de la recepción real. Cuando el Yeti, un mito ya del Tíbet antes de serlo en las viñetas de Hergé, también decide dar el salto a la realidad, Tarkey comienza a devolverlos a todos a las páginas de los álbumes a los que pertenecen.
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Tintín en la publicidad, de Koen Peeters se me antoja mucho más ocurrente. No hay duda de que esta es una de esas dos o tres piezas que son la honrosa excepción a esa falta de auténtico vigor creativo que es aquí regla. Tintín se debate ante el problema de hacerse adulto. Como no podía ser de otra manera, el primer paso para alcanzar la madurez consiste en quitarse el tupé. Tras intentar abatirlo frente al espejo, vende todos sus tebeos mientras piensa, muy acertadamente, que "las mujeres no están dotadas de cromosomas que las hagan sensibles a la ambivalencia, al infantilismo y al librismo de los tebeos". Apenas se ha deshecho de sus cómics de coleccionista, el mechón se vuelve a erguir. Así las cosas, el infatigable reportero no le queda más remedio que cortárselo. Con su nuevo aspecto, que le hace sentirse como "un borracho al que se le ha quitado de golpe la borrachera", Tintín se dispone a dejar de ser periodista y a presentarse en busca de un nuevo trabajo en la agencia de publicidad Mondass. La empresa no es otra que la antigua compañía de seguros de Serafín Latón[2], ahora reconvertida a la publicidad. Entre los eslóganes publicitarios que muestran los folletos de la casa, llama especialmente la atención el que repite aquel de 7 a 77 años que fue lema de las aventuras del ahora antiguo reportero del Petit Vingtième.
Sigue un paseo por Bruselas en el que Serafín da a su nuevo ayudante unos consejos sobre el oficio y Tintín reflexiona con acierto sobre el papel que juega el sexo en la publicidad y en nuestra sociedad, al igual que en algunas otras paradojas de nuestro tiempo. Pero lo que le verdad le agobia es el tener que hacerse adulto. No acaba de decidirse a ello.
Finalmente, ya estando en un bar, el Infatigable sale a tomar el fresco a un parque que hay alrededor y desde allí observa cómo Latón aborda a una rubia que "viste una camiseta blanca que proclama alegremente todo lo que contiene". Esa misma mujer sale del bar y se acerca a Tintín para pedirle que la hable porque un tipo -esto es Latón- la está molestando."No quiero hacerme adulto", confiesa entonces el Valiente mientras siente como en su frente, su mechón vuelve a erguirse con vigor.
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Algunos autores señalan que personajes como Bohlwinkel, el villano de La estrella misteriosa -caricatura de un financiero hebreo- y otros malos de la serie -claros trasuntos de diversos prototipos de judíos- dejan constancia del antisemitismo de Hergé. A esa supuesta fobia viene a aludir Alain Berenboom en su Milú entre los judíos. Aquí se nos refiere cómo Milú, en la Bruselas de 1947, se pierde en una sinagoga. La Segunda Guerra Mundial acaba de terminar y Tintín de regresar de su aventura en el País del Oro Negro. Es decir, acaba de ser testigo de algunos detalles del nacimiento del estado de Israel. Tras recordar los padecimientos del más fiel de sus camaradas en el Congo, en la India y el Perú -"ese valiente chucho bruselense había tenido siempre la habilidad de atraer a los fanáticos de cualquier pelaje", escribe Berenboom-, el reportero del Petit Vingtième decide entrar a la sinagoga en busca del mejor de sus compañeros. Pero cuando llama a la puerta, nadie contesta.
Finalmente, cuando los Hernández anuncian que no pueden entrar sin una orden judicial, la puerta del templo se abre y es el mismo Simón Bohlwinkel que se asoma. Tintín corre con tanta ansiedad hacia el umbral que tropieza con el financiero, cayendo ambos al suelo como se hace en las viñetas de Hergé.
Ya dentro del templo, mientras los antiguos antagonistas dan cuenta de un menú típicamente judío, Tintín refiere su reciente experiencia en Palestina, lo que da pie al autor a hacer todo un alegato sobre la tolerancia. Aún confraternizan cuando el capitán irrumpe en la sinagoga acompañado por las tripulaciones del Sirius, el Aurora y "unos cuantos incondicionales del Karaboudjan". La violencia de la entrada es tanta que Bohlwinkel la compara con las puestas en marcha durante la guerra por las milicias antisemitas. Más tarde, pero aún dentro del tumulto, llegan Serafín Latón y los Fernández. Aclaradas las cosas, todos acaban comiendo en hermandad.
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La puerta real, de Francis Dannemark, es otra de las piezas que merecen la pena. Aquí se trata de una tintinofilia en verdad interesante, la que se refiere a los coleccionistas de ediciones en lenguas extrañas de las aventuras. El narrador es un amigo de Paul Devienne, cuyo padre -Henri-, recientemente fallecido, fue un ebanista que intercambiaba esos álbumes de bocadillos exóticos con un tal Hossein. Fue éste un artista árabe que decoró las puertas de una casa que Devienne, reparó en cierta ocasión. Impresionado por el trabajo de su predecesor, se puso en contacto con él y la pasión por las puertas que sintieron ambos hizo el resto. Tanto ha sido así que, entre los papeles que ha dejado Henri Devienne, se encuentra un álbum en bernés que el narrador ha de llevar a Hossein. Éste no está en casa cuando nuestro hombre llama a su puerta y le deja el libro a una vecina.
Todo lo que precede nos es contado mientras -se nos descubre ahora- el narrador y Paul Devienne esperan a una tal Shirin, sobrina de Hossein. La chica les hace entrega de una edición de Tintín en el Congo en persa. El árabe también ha muerto y, aunque sabe que su amigo ebanista se ha ido antes que él, no quiere abandonar el rito que establecieron entre los dos.
Tres días después, Paul llama al narrador para anunciarle que ha encontrado la puerta pintada por Hossein en el almacén de su padre y le pide que se acerque hasta allí con Shirin. Cuando Paul y la muchacha se acercan a la puerta -cuyo dibujo representa a una pareja sentada en un jardín árabe- desaparecen en ella para convertirse en la pareja allí representada. Se cumple así una sentencia apuntada en un libro, según la cual "cualquier puerta fabricada según las reglas puede ir bien (...) se abrirá sola cuando llegue el momento".
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Muerte de un héroe es el peor de todos los textos aquí reunidos. Su autora, Jacqueline Harpman fabula en torno al soberano de un país imaginario -Sinfónico XIV de Palindromia- de visita oficial en Bélgica en lo que me ha parecido un intento de evocar los países ficticios de Hergé. Entre ordinarieces como "Sinfónico XIV tiene que mear con la máxima urgencia" y siendo el caso de que "en aquellos tiempos de confusión, de los que ya casi no nos acordamos, el terrorismo hacía estragos por doquier", los Hernández son los encargados de organizar el cambio de los reyes por sus sosias en el cortejo que recorre las calles de Bruselas.
Ya en un nuevo escenario de este tostón, la Castafiore y Sinfónico XIV coinciden y se enamoran. Mientras tanto, Tintín, que no está al corriente de la sustitución en el cortejo, permanece ojo avizor y descubre que dos terroristas se disponen a arrojar sendas bombas al paso de la comitiva. Así las cosas traza un absurdo plan para que los asesinos se maten entre ellos, arrojándose uno a otro sus respectivas bombas. Pero la casualidad quiere que el infatigable reportero no tenga tiempo de huir y también muera en una de las explosiones.
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Más interés despierta Los besos de la Castafiore de Jacques De Decker. En sus páginas, una Bianca envejecida evoca algunos episodios de la vida del Valiente, que también está mayor -prejubilado- aunque aún sigue conservando su aspecto de adolescente. El periodista está abatido y El ruiseñor milanés le devuelve la alegría de vivir. Tanto es así que, a la mañana siguiente, la Castafiore es testigo de cómo Tintín, a la carrera, hace dos veces el recorrido por el que discurre la comitiva real. Cuando el periodista regresa a la cervecería donde se ha encontrado con la cantante la noche anterior, la cantante le da unos besos a la manera en que las bellezas besan a los campeones ciclistas. A ellos son a los que alude el título del relato.
Un casco en la acera es, con diferencia, el mejor de los relatos aquí reunidos. Pieza en verdad emotiva, Xavier Hanotte, su autor, realiza una encomiable ficción partiendo de ese momento de Tintín en el país del oro negro en el que el infatigable reportero es escoltado por dos soldados escoceses sin que ello impida que, tras arrojar una bomba de humo a su paso, le secuestren los sionistas. El casco de uno de los soldados caído en la acera -en una de las viñetas que más me han llamado la atención de toda la serie- da pie a un brillante ejercicio nostálgico.
Uno de los dos soldados, Archie -el narrador-, visita Bruselas y cree reconocer el rostro de su compañero en aquel servicio -Harry, que también fue su camarada en los campos de batalla belgas durante la Primera Guerra Mundial- en una estatua que, al parecer, rinde tributo a los soldados británicos en Bruselas. Toda la exaltación anglófila que rezuma el relato encaja a la perfección con la anglofilia de Hergé
Mientras Archie evoca las horas en las que custodiaron a Tintín -para el escocés un "pequeño pelirrojo" con aires de jefe de boy-scouts-, Hanotte crea con maestría todo un episodio concerniente a los que vigilaron al reportero del Petit Vingtième. Entre rememoraciones de su compañero en aquel servicio en Haifa, la tintinofilia proporciona una materia literaria como no lo hace ni por asomo en ningún otro de los relatos. Virtud que se ve engrandada si consideramos que los escoceses, en el álbum, apenas aparecen en cuatro viñetas. En aquella ocasión, los soldados bebieron whisky -Loch Lomond, por supuesto, del que Milú dió cuenta a dos patas- en tanto que el valiente se inclinó por el agua mientras recordaba su borrachera de aguardiente de La oreja rota. Durante la velada, Tintín les dijo quién es y el motivo por el que se encontraba en el Speedol Star. Finalmente, el Valiente advierte a Archie sobre la posibilidad de los cómics para los que escribe le incluyan también a él.
Al recuperar la conciencia, después de haberla perdido con los gases de los sionistas, Harry había muerto. Unas inhalaciones anteriores de aquellos gases tóxicos, que fueron parte del arsenal de la Gran Guerra, habían dejado tocados sus pulmones y el desdichado no pudo resistir esta nueva intoxicación.
Ya licenciado e instalado en Australia, el recuerdo de Haifa y del caso en la acera sigue agobiando a Archie cuando un sobrino le hace llegar un ejemplar de Tintín en el país del oro negro. El álbum le decepciona al encontrar en él un Oriente Medio de fantasía, políticamente correcto. Dos años después, el mismo sobrino le remite una primera edición, aquella en la que aparece todo el episodio concerniente a Salomón Goldstein y los escoceses, y entonces sí, Archie se ve más reflejado allí que en la estatua de Bruselas. Tiene que abandonar la ciudad sin tiempo para acercarse por la calle del Labrador. Pero está seguro de que aquel pelirrojo sigue vivo.
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Tras tanta excelencia, resulta en verdad triste la lectura de Döner Kebab, de Geert Van Istendael. Un joven turco -Hüseyin- llega a Bruselas y se hace cargo del ruinoso negocio de un compatriota, que restaura tras comprarle unos papeles pintados de Tintín a Oliveira da Figueira. Con el periodista decorando sus paredes, el Döner Kebab de Hüseyin, llamado Tintín y el turco, se convierte en el punto de reunión de los estudiantes. Todo marcha bien. Hüseyin se besa en la trastienda del negocio con su novia belga cuando el doctor Müller se presenta ante ellos como un representante de Tintín para reclamarle los derechos de explotación de la imagen del periodista. Hüseyin le echa violentamente de su casa tras lo que decide quitar de ella cuanto recuerda al periodista. Resumiendo, una solemne majadería sin mayor mérito que su apuesta por la integración de los emigrantes.
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La vía real, de Régine Vandamme, es mucho más interesante. El Tintín que nos presenta esta autora se debate entre los muertos. Visita las tumbas de desconocidos en el cementerio, recuerda el óbito de Balduino y -lo que más me ha llamado la atención- un fragmento de La vida de artista, de Léo Ferré, que escucha en la radio despertador.
Durante un paseo por el cementerio, descubre la tumba de la señora Clairmont -la esposa del cineasta víctima de la primera de las bolas de cristal- y, al cabo de los años, reconoce que sintió por ella amor y decide marchar a la lamasería que conoció en el Tíbet. Los lamas aún recuerdan a aquel que llamaron "Corazón puro" y le acogen fraternalmente. Tintín ha encontrado la paz y el equilibrio cuando se emociona al recibir una carta del rey de Bélgica.
Leídas todas las piezas, no hay duda de que las mejores son las que se refieren al envejecimiento de Tintín -la del mechón, la de los escoceses, esta última- frente a las que quieren involucrar a los personajes y las situaciones de sus aventuras en cuestiones de la actualidad.
Igualmente, hay que dar noticia de las ilustraciones marginales, que reproducen -muy ampliados- fragmentos de las viñetas aludidas en el título.
Octubre 2005
[1] Aquí los Dupont en una de esas incorrecciones respecto a las primeras traducciones, tan habituales en las ediciones de la editorial Zendrera Zariquiey que nadie diría que Concepción Zendrera fuera una de las primeras traductoras al español de Tintín.
[2] Por esas constantes desconexiones entre las primeras traducciones españolas de las aventuras de Tintín y las de los títulos dedicados al periodista publicados por Zendrera Zariquiey, aquí, Serafín Latón es "¿Señor Lampista?" cuando Tintín le vuelve a ver y no recuerda su nombre, "Serafín bombilla", le corrige entonces el inefable vendedor de seguros.
Publicado el 27 de mayo de 2010 a las 09:30.